lunes, 21 de diciembre de 2015

CARTAS PARA JUAN - CAPÍTULO 17

Juan solía contar a Luisa la historia de la compañía. Pasaban tardes enteras de verano hablando de ello y admirando el valor de Fernando Villanueva Primero, fundador de Metales Villanueva.  Durante sus comienzos, nadie le ayudó y nadie creyó que su pequeño negocio, el cual él se esforzaba por ampliar, triunfaría. Muy pocos le dieron su confianza y la empresa estuvo a punto de quebrar dos o tres veces. Su familia había estado en peligro de quedarse literalmente en la calle, pero con esfuerzo y, sobretodo,  con una mente y una actitud bastante más moderna y avanzada de la tenían sus vecinos, salió adelante.
  Su hijo, siendo apenas un crío, había visto el enorme trabajo y sufrido las épocas de hambre en aquella casa. Las noches con la tripa vacía se le habían quedado grabadas. Pero unos años más tarde, cuando la situación mejoró, su vida cambió radicalmente. Pasaron de vivir en una de las zonas más pobres del todavía pequeño pueblo, a mudarse a una de las casas más grandes del lugar. Su familia comenzó a ganar prestigio a medida que la empresa se asentaba. El padre de Juan nunca olvidaría los caros vestidos de su madre ni como las mujeres ricachonas miraban a la que solo dos años antes era una vulgar asistenta, muertas de envidia. El abuelo se encargó de darle a Fernando la mejor educación que pudiera permitirse y que él no había podido tener y de transmitirle todos sus conocimientos y la pasión por los negocios. A pesar de todo, había una cosa en que nunca se parecerían: Los sueños.
   “Metales Villanueva” había sido levantada por un sueño. Literalmente. Una mañana el abuelo se despertó viéndose a sí mismo como un gran empresario. Su esposa, lejos de reírse de él, antes de que se marchara al trabajo le había dicho: «Conseguirás todo lo que te propongas porque tú, eres brillante y, si no lo ves, siempre me tendrás cerca para recordártelo»
  Alentado, aquella mañana Fernando no había ido al trabajo. Sacó sus escasos ahorros del banco, aunque no sin aguantar alguna lágrima, un poco de remordimiento y, sobre todo miedo. Contactó con algunos conocidos, de los cuales muchos le tomaron por loco y unos pocos le prestarían su consejo y servicios durante años.  Aquel fue el día en que la pequeña empresa empezó a cobrar vida.
    A Juan le encantaba aquella historia. Cuando era niño pedía a su madre y a su abuelo — incluso a su padre si éste estaba de buen humor — que se la contasen una y otra vez y ahora él hacía lo mismo con su amiga. Nunca se cansaba de oírla ni de repetirla y, en secreto, pensaba que él se parecía mucho más a su abuelo de lo que los demás decían. Lo tenían como la oveja negra de la familia por salirse de los cánones que se marcaban, pero acaso, ¿no había hecho su antecesor lo mismo? Le parecía muy respetable que su padre y hermana quisieran seguir con el negocio, de hecho, en el fondo se alegraba de que la saga familiar continuara, pero no tenía intención de ser él el siguiente en la lista. También había tenido un sueño y no tenía intención de abandonarlo. Aquella era su parte favorita del relato y la frase que su abuela había dicho a su marido antes de marchar aquella mañana le había llegado al corazón por eso, cuando un día oyó exactamente la misma expresión proveniente de la boca de Luisa sin esta conocer la historia, no pudo más que sentir que una sensación cálida le invadía. Ella se la repetía de vez en cuando, siempre con la misma convicción y seguridad sabiendo  que, por alguna razón que él no le había contado todavía, ya que había omitido esa parte de la narración por vergüenza,  esas palabras le devolvían la fuerza cuando las cosas no iban bien.


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