lunes, 28 de diciembre de 2015

CARTAS PARA JUAN - CAPÍTULO 18

         Salió de los grises edificios de oficinas aquella mañana del año treinta y nueve y se dirigió al centro. Esperaba encontrar a la chica y darle una sorpresa. Llevaba consigo el libro que le había comprado. Lo primero que se le ocurrió fue visitar la tienda de Doña Leonor.
— ¿Desea algo caballero? — preguntó una mujer horonda y con  pelo de color azabache recogido en un moño. Aquella sin duda, debía ser la dueña.
—Busco a Luisa Suárez. ¿Está aquí?
—Un momento — respondió con mala cara al percatarse de que probablemente no hubiera entrado en la tienda para comprar nada. Abrió una cortinilla que daba al pequeño taller donde Juan pudo ver varias chicas sentadas en círculo realizando sus labores. Entonces Luisa salió poniendo una enorme sonrisa al verle.
— ¿Qué haces aquí?
—Acabo de llegar y te he traído una cosa.
Doña Leonor miró a ambos jóvenes con desdén. — Será mejor que éste joven no te entretenga Luisa, todavía tienes mucho trabajo que hacer.
La chica suspiró — ¿Por qué no vienes a buscarme a la salida?
    Tres horas más tarde se hallaban sentados en un pequeño parque cercano. Parecía que los meses de invierno no hubieran pasado para ellos. Luisa sujetaba el libro de Dickens en el regazo emocionada por aquel inesperado regalo. Aquel era el primer libro de su propiedad. Juan la miraba de vez en cuando de reojo sorprendido por lo que había cambiado en todas aquellas semanas. Suponía que las horas de trabajo y estudio habían hecho mella en ella.  Ya no era la cría que corría de un lado a otro y con la que discutía cada dos por tres. La chica siempre había tenido las ideas muy claras pero, una vez más, le dejaba impresionado con la frialdad con la que hablaba sobre su futuro.
— ¡Tienes que enseñarme tu novela! — había dicho Juan.
— Después subo a casa y te lo doy, pero ahora quiero disfrutar de la compañía de mi amigo. — Rodeó el brazo del chico con el suyo y apoyó la cabeza sobre su hombro. De haberlos visto, cualquiera hubiera pensado que de dos enamorados se trataba, por suerte, pensó Juan con tristeza, nadie solía pasar por allí. Ambos podrían verse comprometidos si comenzasen los murmullos en el pueblo, sobretodo la chica. — No estoy segura de si mi relato te gustará
— ¿Por qué?
—Ya lo verás.
— ¿Y tienes pensado publicarlo?
—No quiero hacerme ilusiones.  — respondió encogiéndose de hombros. — Además, no tengo medios para hacerlo. Soy una mujer ¿Recuerdas?
—Es cierto. Pero eso no tiene por qué ser un problema, podrías usar mi nombre. — dijo Juan emocionado.
Luisa se rió — ¿Tu nombre? Eso sí que podría traernos un disgusto. ¡Comprometería tu futuro!
— ¿Publicar una historia de piratas podría poner en peligro mi amada carrera? – respondió con retintín.
—No es de piratas precisamente… deberías de leerlo antes de ofrecerme tu nombre. Y, por otro lado, piénsalo, es muy injusto que no pueda usar el mío propio.
—Eso no te lo puedo negar.

   Aquella noche Juan empezó a leer la novela de Luisa. En cuanto llegó a la página veinte, se dio cuenta de que ya estaba totalmente enganchado a la historia. Nunca había visto nada parecido. Le parecía terriblemente real. Era envolvente, era fría y muy  dulce. Era exactamente igual que su autora. Estuvo despierto hasta altas horas de la madrugada, hasta que la acabó y, agotado, se quedó dormido. Soñó toda la noche con ella, con sus personajes y sobre todo con un final que le había impactado.

  De lo que no cabía duda era que aquella narración que debería ver la luz iba a dar mucho de qué hablar.


lunes, 21 de diciembre de 2015

CARTAS PARA JUAN - CAPÍTULO 17

Juan solía contar a Luisa la historia de la compañía. Pasaban tardes enteras de verano hablando de ello y admirando el valor de Fernando Villanueva Primero, fundador de Metales Villanueva.  Durante sus comienzos, nadie le ayudó y nadie creyó que su pequeño negocio, el cual él se esforzaba por ampliar, triunfaría. Muy pocos le dieron su confianza y la empresa estuvo a punto de quebrar dos o tres veces. Su familia había estado en peligro de quedarse literalmente en la calle, pero con esfuerzo y, sobretodo,  con una mente y una actitud bastante más moderna y avanzada de la tenían sus vecinos, salió adelante.
  Su hijo, siendo apenas un crío, había visto el enorme trabajo y sufrido las épocas de hambre en aquella casa. Las noches con la tripa vacía se le habían quedado grabadas. Pero unos años más tarde, cuando la situación mejoró, su vida cambió radicalmente. Pasaron de vivir en una de las zonas más pobres del todavía pequeño pueblo, a mudarse a una de las casas más grandes del lugar. Su familia comenzó a ganar prestigio a medida que la empresa se asentaba. El padre de Juan nunca olvidaría los caros vestidos de su madre ni como las mujeres ricachonas miraban a la que solo dos años antes era una vulgar asistenta, muertas de envidia. El abuelo se encargó de darle a Fernando la mejor educación que pudiera permitirse y que él no había podido tener y de transmitirle todos sus conocimientos y la pasión por los negocios. A pesar de todo, había una cosa en que nunca se parecerían: Los sueños.
   “Metales Villanueva” había sido levantada por un sueño. Literalmente. Una mañana el abuelo se despertó viéndose a sí mismo como un gran empresario. Su esposa, lejos de reírse de él, antes de que se marchara al trabajo le había dicho: «Conseguirás todo lo que te propongas porque tú, eres brillante y, si no lo ves, siempre me tendrás cerca para recordártelo»
  Alentado, aquella mañana Fernando no había ido al trabajo. Sacó sus escasos ahorros del banco, aunque no sin aguantar alguna lágrima, un poco de remordimiento y, sobre todo miedo. Contactó con algunos conocidos, de los cuales muchos le tomaron por loco y unos pocos le prestarían su consejo y servicios durante años.  Aquel fue el día en que la pequeña empresa empezó a cobrar vida.
    A Juan le encantaba aquella historia. Cuando era niño pedía a su madre y a su abuelo — incluso a su padre si éste estaba de buen humor — que se la contasen una y otra vez y ahora él hacía lo mismo con su amiga. Nunca se cansaba de oírla ni de repetirla y, en secreto, pensaba que él se parecía mucho más a su abuelo de lo que los demás decían. Lo tenían como la oveja negra de la familia por salirse de los cánones que se marcaban, pero acaso, ¿no había hecho su antecesor lo mismo? Le parecía muy respetable que su padre y hermana quisieran seguir con el negocio, de hecho, en el fondo se alegraba de que la saga familiar continuara, pero no tenía intención de ser él el siguiente en la lista. También había tenido un sueño y no tenía intención de abandonarlo. Aquella era su parte favorita del relato y la frase que su abuela había dicho a su marido antes de marchar aquella mañana le había llegado al corazón por eso, cuando un día oyó exactamente la misma expresión proveniente de la boca de Luisa sin esta conocer la historia, no pudo más que sentir que una sensación cálida le invadía. Ella se la repetía de vez en cuando, siempre con la misma convicción y seguridad sabiendo  que, por alguna razón que él no le había contado todavía, ya que había omitido esa parte de la narración por vergüenza,  esas palabras le devolvían la fuerza cuando las cosas no iban bien.


ENTREVISTA EN RELATOS ISLA TINTERO

Para los que aún no la habéis leído, aquí os dejo el enlace a la entrevista que se publicó ayer en el blog RELATOS EN LA ISLA TINTERO.
Muchísimas gracias al blog y a su autora y todos los que habéis compartido la entrevista en las redes :D


https://relatosenlaislatintero.wordpress.com/2015/12/20/resolviendo-el-misterio-entrevista-a-carmen-gancedo/

lunes, 14 de diciembre de 2015

CARTAS PARA JUAN - CAPÍTULO 16

Seis años antes, 1939.
  Por fin había llegado el buen tiempo y, con él, las vacaciones de verano. Juan había hecho su equipaje y despejado su cuarto en la residencia universitaria, se había despedido de sus compañeros y ahora, en el tren, le esperaban varias horas de un pesado traqueteo que le llevaría de vuelta a casa. Observaba por la ventana las enormes praderas secas que iban dejando atrás poco a poco para dar paso al clima húmedo y los prados verdes de su provincia. Junto a él, en el asiento, llevaba un pequeño paquete rectangular. Se trataba de una colección de relatos de Charles Dickens. Era un regalo para Luisa. Lo había comprado en un mercadillo de libros antiguos que habían instalado cerca de su universidad unas semanas antes. Se sorprendió al ver un volumen traducido al castellano y pensó que a la chica le gustaría. Releyó una vez más y con la misma sonrisa — sino todavía mayor  —la última carta que ésta le había enviado.
«Queridísimo  Juan,
   Solo faltan unas pocas semanas para que vuelvas a casa. No te he echado nada de menos. De hecho, estoy segura de que tú a mí tampoco. Prueba de ello son las cinco cartas que me has enviado en las últimas tres semanas hablando de excursiones hasta el faro y comidas al aire libre. ¿No crees que ya somos un poco mayorcitos para eso?
     Aunque, pensándolo mejor… ¿De qué decías que te gustaban los sándwiches?
    Me has dejado impresionada con tus altas calificaciones de este curso. ¿Ves? Solo tenías que estudiar un poco más  -  eso o que quizás la suerte te ha sonreído por una vez  - pero siempre te lo he dicho y lo repetiré una vez más: Eres brillante Juan, BRILLANTE. Algún día te darás cuenta y si no, espero estar cerca para hacértelo ver.
   De momento, piensa en el largo verano que te espera. Siento decirte que es posible que esta vez no podamos vernos tan a menudo. Ahora estoy trabajando como ayudante de costura. Todos los días tengo que ir al taller de Doña Leonor y pasar allí horas cosiendo botones, rematando dobladillos y ayudando a cortar telas. Es una mujer bastante hosca y no hace más que regañar a las chicas si a alguna se le escapa el menor detalle Al menos paga bastante bien, y dentro de muy poco tiempo me veo enseñando a leer en la escuela.
  También he de decirte algo. ¡He terminado mi novela! Me ha llevado mucho tiempo y mucha, mucha tinta. Pero está acabada. Me muero de ganas de que enseñártela, pero quería esperar a que llegases de tu viaje. Quizá no sea lo mejor que hayas leído nunca pero creo que te gustará.
   Por último, yo también tengo ganas de ver si sigues igual de feo que cuando te fuiste en Navidad, y si es así, buscaremos una lugar seguro donde esconderte para que no te vea nadie.
    Tuya, L.S»
    Nada más llegar a casa y saludar a su madre y hermana, Juan tenía una reunión con su padre. No un agradable paseo por los linderos de su casa de campo, no. Una reunión. El hombre le esperaba muy serio en su despacho. Todos los años era igual. Le sometería a un interrogatorio y no contento con sus resultados académicos, le pondría su propio examen. Le explicaba los balances de la empresa y los nuevos materiales con los que contaban trabajar próximamente. Le haría una serie de preguntas que anotaba en una hoja y, una semana más tarde, el chico debería haber respondido a todas y cada una de ellas sin el más mínimo fallo. Fernando no entendía que su hijo era ingeniero, no economista y que analizar las cuentas de la empresa era algo que se escapaba a sus conocimientos. «Es cuestión de ser inteligente y tener visión de empresario» solía decir con orgullo. Juan  no se consideraba tonto, pero empresario tampoco y, una vez más, una semana después tuvieron la misma discusión.
— ¡Está mal! ¿Cómo es posible que no veas cosas tan sencillas?
— ¿Cómo lo voy a ver si no se me enseña?
— ¿Es que no sabes hacer nada por ti mismo? Deja de pensar en sabe Dios qué y céntrate en lo que tienes que hacer, en tu futuro.  — Una vez más, la conversación volvía por los mismos derroteros. — Tu hermana y tú no me dais más que disgustos.
— ¿Cecilia?
—Resulta que ahora me dice que quiere estudiar.
— ¿Y por qué no habría de hacerlo?
— Ya le hemos enseñado todo lo que una mujer debería de saber. Cocina estupendamente, sabe leer y escribir, comportarse en una mesa y recibir a los invitados, hasta le hemos pagado clases de piano y de francés.
— ¿Y no crees que podría aspirar a más que eso?
— ¿Mas?
—A estudiar una carrera.
— ¡Pamplinas!
—Algunas mujeres lo hacen y nuestra familia tiene dinero de sobra. A ti no me costaría mucho y ella estaría contenta. Quizá pudiera ocupar mi puesto en la empresa. Te crees un hombre moderno y emprendedor  pero la realidad es que estas quedándote obsoleto.
— ¿¡Cómo te atreves a decir eso!? — Gritó enfadado — Nuestra empresa dirigida por ¿Una mujer? Jamás.
—Una mujer que es tu hija ¡Tu propia sangre!
—No quiero volver a oír hablar del tema. Ahora, sal de aquí por favor.
    Juan abandonó la estancia. Estaba enfadado por la cabezonería de su padre y también apenado por su hermana. Hacía años que sabía que ella no se conformaría con ser la sombra de su marido, quien sin duda, sería un hombre poderoso del calibre de su padre y elegido además por éste. Ellos eran tan distintos. Él le cedería su puesto en la empresa gustosamente. Se lo había dicho  una vez con intención de alentarla pero, por lo menos aparentemente, la había hecho enfadar.
—Eres un egoísta.
— ¿Yo? Te estoy diciendo que te daría mi puesto y ¿Me llamas egoísta?
—Ambos sabemos que es prácticamente imposible que ocupe ese lugar. Tú, que tienes la oportunidad, aprovéchala.
— ¡No quiero dirigir la empresa! Llevo años diciéndotelo.
—Y yo años odiándote por eso. No sé lo que te ha metido esa tal Luisa en la cabeza, pero, haz el favor de seguir tu camino y dejarte de ensoñaciones. — Concluyó secamente.
—Luisa no tiene nada que ver en esto, ha sido decisión mía.
—Claro, lo que tú digas hermanito.


  Cecilia era así, una mujer muy cuadriculada, exactamente igual que su padre. Para ellos no existía nada más que lo que veían delante sus narices, no se imaginaban que uno pudiese tener un futuro prometedor de otras formas distintas. Ambos presumían de ser igual que el abuelo: gente con iniciativa, con determinación… Juan no lo compartía. Veía que se habían quedado estancados y obcecados en la misma cosa.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

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lunes, 7 de diciembre de 2015

CARTAS PARA JUAN - CAPITULO 15

—Hay que ver — comentó Gonzalo al inspector una vez hubieron salido de la tienda — lo celosos que pueden llegar a ser algunos hombres. La pobre chica no podría casi ni hablar con su padre sin la presencia de su marido si se hubieran llegado a casar.
—Es cierto, pero empiezo a pensar que con esa mujer había que andarse con especial cuidado.
—Supongo que era muy avanzada para la época en la que vivimos — concluyó el joven agente.
— Sí, pero creo que si algo podemos sacar en claro después de este interrogatorio, es que estaba enamorada de Juan Villanueva. La cuestión es ¿Lo estaba él de ella?
Una hora después los dos compañeros entraban en las instalaciones de la fábrica de metales. Decenas de obreros pasaban con carros, carretillas y pesadas maquinarias. Se veía a los ingenieros por los ventanales de sus oficinas, probablemente debatiendo algún asunto y analizando planos. Aquella empresa suponía todo un avance para la época. Cada una de las personas que allí trabajaba, desde el peón más insignificante hasta el propio Fernando Villanueva lo hacía pensado en un futuro mejor. En esa compañía tenían la oportunidad de una vida con mayor calidad para ellos y, sobre todo, para sus hijos.  Cientos de padres trabajaban con ahínco para poder dar a sus pequeños aquello de lo que ellos no habían podido disfrutar en su infancia.
Metales Villanueva era el sueño y la esperanza de aquella villa del norte el país.
En su despacho Juan les esperaba serio, acompañado de su padre. Se saludaron con un apretón de manos. El inspector nunca había visto en persona a Fernando Villanueva, solo en algunas fotos en los periódicos. Su aspecto era bastante imponente a pesar de su avanzada edad. Tenía el pelo blanco y la piel bastante arrugada. Probablemente, pensó, parecía mayor de lo que en realidad era, pues como a la mayoría de los hombres y mujeres, los estragos que la guerra había causado en el alma, se veían reflejados en su rostro. Vestía de traje negro impoluto y se sujetaba en un bastón que ahora descansaba apoyado en el brazo de la silla. Tenía una voz fuerte e impetuosa que contrastaba con su aspecto y unos ojos fieros.  Recordó las cartas que Luisa había escrito para Juan y como se dejaba entrever en ellas la relación que éste tenía con su padre. Sintió pena por el chico y en cierto modo, también le admiraba. Sentado en la enorme butaca de cuero justo en frente de ellos Juan Villanueva, a pesar de todo, no parecía ser un hombre que tuviese pinta de dejarse manejar fácilmente.
El primero en hablar fue el anciano — Señor inspector le rogaría que lo que aquí se comente no trascienda a la prensa. Como puede observar, dirigimos una importante empresa y tenemos una gran responsabilidad con lo que a nuestros socios respecta.
—No se preocupe — respondió —.  Esta entrevista será plenamente confidencial, aunque si no les importa Gonzalo Vega, mi agente, tomará unas breves notas.
El inspector Sierra examinó a Juan, quien parecía preocupado y sumido en sus pensamientos. No lo encontraba muy distinto respecto a un par de días antes. Quizá con alguna hora de sueño menos a lo sumo. Miraba a su padre con desconfianza, casi como si fuera un intruso que no debiera estar en aquella reunión.
—Bien — comenzó el policía — imagino que habrá usted leído las cartas que encontramos en la habitación de la fallecida.
— ¡Pues claro! Eran mías
— ¿Qué relación mantenía usted con ella?
—Éramos amigos.
— ¿Sólo amigos?
—Sólo amigos — respondió secamente — Luisa estaba planeando su boda con otro hombre.
— ¿Y qué le parecía a usted esa boda?
— ¿A mí? Yo solo quería la felicidad para ella, casarse o no era su decisión y, en todo caso la de su familia — dijo fríamente mirando a su padre con cara de pocos amigos.
— ¿Se percató usted de la desaparición de las cartas que Luisa le enviaba? Quiero decir, no me pareció muy sorprendido cuando le dije que las encontramos en la habitación de la chica.
—Esas cartas eran muy antiguas. Hacía años que no las leía…
—No todas son  tan antiguas. Algunas datan solamente de unos meses atrás.
—Mire inspector — respondió Juan manteniendo la calma — Soy un hombre ocupado. No paso mis días releyendo la correspondencia de jovencitas. Como le he dicho en nuestro primer encuentro, debieron de haberse traspapelado y alguien las encontró.
—Luisa no era una jovencita cualquiera ¿Me equivoco?
—Nos unía una buena amistad— replicó seriamente.
El hombre, viendo que no iba a conseguir sonsacarle más información decidió cambiar de tercio. Se preguntó si tal vez, sin la presencia de Fernando, su hijo se hubiera mostrado más receptivo.
—Dicen que usted le ayudó con la publicación de su libro. ¿Es eso cierto?
—Así es. Aunque en realidad fue mi tío. Es un hombre de gran influencia en nuestro país y que se ha mudado recientemente a Europa.
— ¿Podría decirme a qué parte?
— Francia. Pero no veo qué importancia puede tener eso en la investigación.
— Era mera curiosidad ¿Puede contarme algo más sobre la publicación y el libro?
— Claro. Hacía unos años que Luisa soñaba con ser escritora. Yo era su único lector. Dejé varios de sus escritos a algunos profesores en la universidad y me dijeron que eran realmente buenos. Quería ayudarla. Por eso aprovechamos unas vacaciones de verano que mi tío Miguel y su esposa pasaron en nuestra casa. Él es un hombre de mundo. Se relaciona con personas de todas las clases y hace todo tipo de negocios, proviene de una familia económicamente importante y ha decidido usar su poder para poder colaborar con la sociedad. Su trabajo consiste en intentar proporcionar medios y empleo a los desfavorecidos y tiene pequeñas empresas de diversas índoles por todo el país. Tenía contactos en el mundo de las artes y las letras y es un gran entendido en esos temas. Por eso le presenté a Luisa y le pedí que le dejase uno de sus manuscritos. Le entusiasmó. Unos cuantos meses después conseguimos que la novela estuviera publicada.
— ¿No te olvidas de algo? — Preguntó Fernando Villanueva.
—No, de nada — respondió su hijo de forma cortante. — ¿Alguna pregunta más?
El inspector arqueó una ceja —Ya sé que es algo personal pero, dicen que la joven estaba enamorada de usted ¿Era consciente de ello? ¿Lo sabía?
Juan se sorprendió ante la pregunta y por un momento pareció que la voz le temblaba. Posiblemente sería de la tristeza por la pérdida, pensó el hombre.
—Dígame inspector ¿Le parece fácil adivinar si una mujer está enamorada de usted? Y más una como Luisa, con todos sus proyectos y su visión de futuro. Desconozco cuáles eran sus sentimientos hacia mí, pero para su tranquilidad, le reitero que no había nada más entre nosotros que una cordial amistad. Puede preguntar a quien quiera y se lo confirmarán.
El anciano bufó tensando a su hijo. — Estos jóvenes de hoy en día se creen más listos que sus mayores.
— ¿Qué quiere decir con eso?
—Mire, si yo fuera usted me aseguraría de estar buscando al sospechoso en el lugar adecuado. Mi empresa no se iría a pique por un amorío de tres al cuarto del irresponsable de mi hijo. Esa chica no era de una familia adinerada ¿No sería más probable que  alguien de su entorno se hubiera encargado de su muerte? Tal vez su prometido, su padre, su abuela ¡Yo que sé!
—Con todos mis respetos señor, pero nunca se sabe. Se oyen historias terribles acerca de las familias más acaudaladas.
— ¿Se oyen o se leen? Tenga cuidado inspector, si ha venido aquí para ofender a mi familia, le ruego que se marche.
— Señor Villanueva, se ha dado por aludido mucho antes de lo que yo me imaginaba.
Gonzalo miraba con nerviosismo a los dos hombres. Admiraba a su jefe por tener el coraje de enfrentarse al hombre más poderoso del momento pero pensaba que aquello había sido toda una osadía por su parte.
—Está bien — interrumpió Juan con voz fuerte —, si tiene usted alguna pregunta más, estaré encantado de responderle, sino discúlpeme pero tenemos que seguir trabajando.
— Creo que esto es todo por el momento.
Fernando Villanueva se levantó pesadamente y acompañó al inspector hasta la puerta. Mientras, Gonzalo le pedía a Juan que repitiera un par de respuestas para asegurarse de que la información que había tomado era correcta. El policía abrió la puerta de golpe y, tras ella descubrieron a una mujer. Esta dio un traspiés.
—Cecilia hija, ¿Qué haces aquí?
—Yo también debería haber estado en esta reunión y no me habéis dejado.
— ¿Y por eso te has quedado escuchando?
— ¡Exactamente!
Fernando suspiró. — No sé lo que voy a hacer contigo. Ojalá te parecieras un poco menos a mí.
Juan miró sorprendido a su hermana y le hizo un gesto que no pasó desapercibido para el inspector. La joven guardaba un gran parecido con él, nadie podría dudar que fueran hermanos. Llevaba un vestido rosa claro que le hacía parecer todavía más joven de lo que en realidad era, pero aun así solo había que mirarla detenidamente un momento para darse cuenta de que no era una chica corriente.
—Ya te dije que no tienes edad para estas cosas — dijo su padre con una dulzura que nadie podría creer propia de él
— ¡Tengo veintidós años!  El problema es que no me tomas en serio.
— ¡Claro que te tomo en serio! ¿Has ayudado ya a tu madre con los preparativos de la fiesta de esta noche?
—Si… pero ¿A quién le interesan las fiestas?
—Hija, no me apetece discutir. Además estos hombres — dijo dirigiéndose al inspector y a su agente que les miraban sorprendidos — ya se iban.
Salieron todos de la estancia cerrando la puerta tras de sí y dejando a Juan sumido en sus pensamientos otra vez. Reflexionó sobre la entrevista al completo y maldijo por las interrupciones de su padre. Es más, ojalá éste no hubiera estado presente. No tenía que haber ido. Pero siempre metía sus narices en todo. Debería de preocuparse un poco más por su hija y dejarle a él con sus asuntos, pues tenía muchos que resolver