lunes, 19 de octubre de 2015

CARTAS PARA JUAN - CAPÍTULO 8


   La muerte de Luisa Suárez y presunta desaparición del cadáver ocupaban su mente día y noche. Marieta se movía de un lado a otro de la casa con una gamuza del polvo canturreando alguna canción de moda mientras él leía las cartas una y otra vez. La mujer, aunque apenada por la familia de la chica, estaba contenta al volver a ver a su marido enfrascado en un misterio que resolver. Las intrigas parecían devolverle a la vida. «Como en los viejos tiempos», pensó. Antes de que la guerra estallara era uno de los miembros más destacados del cuartel. Había adquirido su puesto por méritos propios, gracias a su gran astucia y capacidad para relacionar datos y hechos. También era reconocido por su psicología y respeto hacia las víctimas y sus familias, pues consideraba que no debía presionar a aquellas personas que sufrían salvo por causas de fuerza mayor y, que cuanto más paciente se mostrase, más colaboración recibiría.  Hasta el momento, su método había funcionado.

  Sentado en la vieja mesa de la cocina, el inspector se veía notablemente preocupado. Su patrulla marítima parecía haber perdido el cadáver definitivamente y sin cuerpo, no hay crimen. ¿Cómo era posible? No podía haber ido a parar muy lejos. El mar debía haber estado sumamente agitado aquella noche. Estaba claro que sus agentes eran una panda de incompetentes. Lo que más le extrañó fue que llevando a Gonzalo al frente, hubieran fracasado en su misión y no obtuvieran ningún tipo de pista o prueba. Gonzalo era su mano derecha. Había llegado hacía apenas un año y habían congeniado rápidamente, le confiaría hasta su propia vida. También reconocía que los medios con los que contaba la policía tampoco no eran de lo más moderno. Apenas unas pocas lanchas y unos buenos nadadores.

  Si continuaban así, el caso terminaría por ser archivado. La muerte de Luisa se atribuiría a una excursión imprudente al faro que había terminado en tragedia. Quizás se hubiera suicidado y los cardenales vistos por los marineros se debían a los golpes contra las rocas del acantilado. Por alguna razón esta hipótesis no le terminaba de convencer, así que fiel a su instinto, tenía que seguir investigando. Aquel era uno de los sucesos más extraños en los últimos años, obviando claro está, los crímenes y misteriosas desapariciones causadas por la guerra. Las intrigas llamaban poderosamente su atención además, las cartas a Juan Villanueva le parecían de lo más extraño. ¿Por qué iba a querer relacionarse alguien de su categoría con una muchacha que ni si quiera le parecía excepcionalmente bella? Puede que ella estuviera platónicamente enamorada de él y el afectado ni siquiera lo supiera.

  Reconocía que en temas de amoríos entendía bastante poco. Se había casado hacía dieciocho años con Marieta. El matrimonio no entraba en sus planes pero su madre le había convencido y la chica le gustaba. No había sido uno de esos amores en los que salta la chispa y son dignos de aparecer en las películas, pero sabía que vivirían bien y su futura esposa sabría soportar las incertidumbres y los riesgos que todo policía debe correr. Ella era, y seguía siendo, una mujer fuerte e independiente que no se asustaba al ver la pistola que su marido tenía guardada, a pesar de saber que solía estar cargada. Con los años había llegado a quererla. Ella, junto a sus dos hijos, habían sido el primer motivo por el que sabía que tenía que sobrevivir en la batalla. Si él faltaba, su familia prácticamente quedaría en la indigencia. Después de tanto tiempo juntos, para él, el amor era eso.



   Aquella tarde pintaba bastante emocionante. Subiría al faro a buscar huellas, restos de ropa, objetos… no había enviado a la patrulla temiendo que se repitiera el desastre de la última vez. Para que las cosas estén bien hechas, ha de hacerlas uno mismo, pensó.

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